Dos imágenes del pasado reciente argentino en busca de una memoria
Por Javier Trímboli
Una de las experiencias principales que atravesó a la Argentina durante el año 2006 fue la de las memorias que se desplegaron a propósito del terrorismo de Estado que caracterizó a la última dictadura militar nacida del golpe del 24 de marzo de 1976. En tiempos como los nuestros, en los que las filosofías de la historia dejaron de aportar sentidos plenos y en los que el mercado es la fuerza preponderante, las fechas redondas se han convertido en faros tan dudosos como omnipresentes. No obstante, el número prolijo, los 30 años que en 2006 se cumplieron del inicio de la última dictadura, explica sólo en parte la agitación de esas memorias, porque la fecha estricta, el tiempo del calendario, nunca hubiera podido ser suficiente para dar cuenta de lo que durante ese año se condensó. “Recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen.” De este modo Susan Sontag subraya, en Ante el dolor de los demás, la situación contemporánea de la memoria -situación como mínimo perpleja valdría agregar- definida por su relación con las imágenes. Efectivamente, durante 2006 en la Argentina vimos proliferar imágenes que remitieron a nuestro pasado reciente. Las hubo nuevas, que el cine, la literatura, los testimonios y la ensayística –o la combinación entre estas formas discursivas-, activaron para animar lecturas, disímiles entre ellas y muchas veces en tensión, de lo que en los años setenta había sucedido. Al mismo tiempo, nos sobrevolaron una vez más imágenes que, elaboradas en los años de la llamada primavera democrática, siguen siendo de importante circulación social; y hubo otras más, de un tipo claramente distinto, que reaparecieron desde el corazón de esa época tumultuosa y trágica, sacándose de encima capas de polvo que se les habían adherido, para así empezar a recorrer el presente. Mientras que las más imágenes persistentes, y que aquí acabamos de incluir en un segundo grupo, pretenden seguir apuntalando una memoria para la cuanl el terrorismo de Estado tuvo como víctima principal a una sociedad inocente, las más novedosas, que empezaron a acumularse desde mediados de los años noventa hasta tener una importante presencia en lo que va de este nuevo siglo, ponen en cuestión, de distinta forma y en distintos grados, la inocencia de la sociedad argentina, así como colocan la atención ya sin mediatintas en el protagonismo de la militancia revolucionaria. De La noche de los lápices (1986) a La batalla de Monte Chingolo o Los Rubios; pero también de videos o libros de fotos producidos por periodistas e historiadores activos en los principales medios de comunicación hasta las iniciativas de ministerios y secretarías públicas. Todo esto nos sobrevoló durante 2006 pero mucho más desprolijo de lo que gustaríamos suponer, incluso de lo que los párrafos anteriores parecían anticipar. Porque en la memoria las imágenes adquieren una vida que va más allá de los sentidos que se rebaten, mezclándose entre sí y perdurando incluso contra las voluntades. Ahora bien, no es objetivo de este escrito detenerse en esos dos grupos de imágenes sin dudas fundamentales, sino reparar en un par de aquellas que volvieron, desde los años previos al inicio de la dictadura y a través de una serie de mediaciones, hasta nosotros. Reparar en ellas para hurgar en su densidad e interrogarnos por su futuro que es también el de las memorias. “Como un viejo guerrero” La obra poética de Francisco “Paco” Urondo (Santa Fe, 1930 – Mendoza, 1976) recién pasó a existir reunida en un único volumen a partir del año pasado. Y esto fue así no obstante ser reconocida, desde distintas figuras y ámbitos, como una de las piezas literarias más importantes de la segunda mitad del siglo XX argentino. Hasta ese entonces, los libros de poesía de Urondo eran por lo menos difíciles de hallar. El primero, Historia antigua, lo publicó en 1957; el último, Poemas póstumos, en 1972. Volvía más arduo dar con sus libros, el hecho de que ninguno de ellos fuera reeditado en los años de la recuperación democrática. Quizás alguna librería de viejo hacía suyo alguno de sus títulos pero no por mucho tiempo, ya que no eran pocos los que estaban interesados en sus versos y en sus huellas. Algunas de sus obras, solamente algunas, podían ser visitadas en unas pocas bibliotecas públicas casi exclusivamente ubicadas en la ciudad de Buenos Aires; tampoco la explosión de Internet fue hospitalaria a sus poemas. Dentro de este panorama hubo sin embargo dos atenuantes: en Poemas de batalla, publicado en 1998, Juan Gelman compiló una serie, pequeña por cierto, de poemas de Urondo; en 1999, Diario de Poesía, la revista más importante dedicada a este asunto en la Argentina, le destinó un dossier en el que, además de estudios críticos, se reunieron algunas poesías ya conocidas y otras que habían tenido una larga existencia sin ser siquiera publicadas: se trataba de los poemas que Urondo había escrito durante el que sin dudas fue uno de los períodos de mayor intensidad política de nuestra historia, me refiero a los años que van desde 1973 a 1976. La obra poética de Francisco “Paco” Urondo tuvo que esperar 30 años desde la muerte de su autor para encontrarse en un mismo volumen y activar algo más su intervención sobre nuestras memorias. Y escribo solamente “algo más” porque nada nos asegura, más bien lo contrario, que no se trate más que de una endeble posibilidad, incluso más delgada de lo que aquí se sugiere. Quiero detenerme en una imagen que Urondo construyó y que corrió una suerte similar a la de toda su obra, me refiero a la que está contenida en la poesía titulada “Liliana Raquel Gelin” del libro Poemas postúmos. Como un viejo guerrero, tirando un manojo de luz a la cara de los sombríos, ha muerto una chica de veinte años; pudo ser mi hija. Avilantez sobrevolaban su vuelo, amarraron su aire; no es la muchacha colgada del frágil designio Aquí habrá batalla como en los campos de Córdoba, rayo de dolor, escalofrío donde murió valientemente una chica de veinte años: hijita mía, palomita tremenda, duérmase mi niña, duérmase mi son que ya nadie la va a molestar. El Cuco será derrotado y sus hermanitos y padres cuidarán de su jardín, regirán los reflejos de su pasado. Que haya paz en su memoria por la que vive. Que haya eterna gratitud por su generosidad eterna. Avilantez. Quienes primero se encontraron con este poema, cuando las circunstancias de su producción aún estaban muy presentes, muy probablemente supieran, a diferencia de nosotros lectores del siglo XXI, quién era Liliana Raquel Gelin; pero tuvieron que acudir al diccionario para entender el significado de esa palabra, avilantez, que desde hace tiempo está a punto de ser desterrada hasta del diccionario de la Real Academia Española. Imposible se les hizo pasarla por alto, ignorarla, ya que sobresale en este poema al interrumpir un verso y erguirse en mayúscula. Como quizá nos sucede hoy a nosotros. Existe la posibilidad de que prefirieran quedarse con la sonoridad de la palabra, con sus evocaciones graves y leves a la vez, incluso con su estampa, que es otra manera de estar ligado a un poema. Como quizá nos puede estar sucediendo ahora a nosotros. Los poetas trabajan asiduamente con palabras, de modo que sería por lo menos riesgoso suponer que fue el azar lo que en este caso decidió el uso de “avilantez”. Urondo, además, era un poeta atento a la oralidad de su cultura y del tiempo que le había tocado en suerte, de manera que la inclusión de una palabra como ésta, alejada de toda coloquialidad, establece un singular punto de atracción en un poema que, por otra parte, discurre sin dificultades de lectura. En la imagen de Liliana Raquel Gelin que esta poesía esboza, la palabra que se destaca y ocupa el centro del retrato es una palabra olvidada, a punto de caerse de la lengua que hablan los vivos. Y difícilmente mejor elegida, porque uno de los problemas principales del poema, sino para sus contemporáneos, sí para nosotros y también para Urondo, es el de la memoria. No sólo por la suerte que afecta a esa palabra, sino por la que acechaba ya en ese entonces a Liliana Raquel Gelin. “Y sus hermanitos y padres cuidarán / de su jardín, regirán los reflejos de su pasado.” Conciente de los peligros, pero también abrazando las posibilidades que se abrían, el poeta imagina así el futuro de su presencia entre nosotros. Entre “Avilantez” y “El Cuco” se define esta imagen de una joven que pudo haber sido, según se nos dice, la hija del poeta. Si la palabra en cuestión liga a esta muchacha de 20 años a una épica, a una virtud olvidada o caída en desuso, la alusión en contrapunto al “Cuco” la afilia a la infancia y a sus cantos de cuna. Liliana Raquel Gelin ya no es la “muchacha del frágil designio” evocada quizás por algún poeta modernista, pero sí es, no importa cuán contradictorio parezca, tanto “un viejo guerrero” como una niña necesitada de arrobo, “palomita tremenda”. La enormidad de la situación, su insoportable anomalía, conduce al poema a sentenciar con sencillez que “habrá guerra”. Y la paz que desea y reclama para su memoria es indisociable de la derrota del enemigo. La imagen que Urondo trazó de Liliana Raquel Gelin quiso sobrevivir al tiempo, apostando a la existencia de aquellos que se preocuparían por regir “los reflejos de su pasado”, su memoria. Si me demoré más de la cuenta en los obstáculos, incluso materiales, que nos alejaron durante tantos años de la obra de este poeta, en buena medida fue para que no pasen inadvertidas las condiciones que impiden la existencia de “hermanitos y padres” que cuiden ese fragmento de pasado, de memorias que tengan un punto importante de su existencia en imágenes de este calibre. Se me ocurren tres objeciones que podrían proponerse ante este argumento. La primera se apoyaría en la obra de Sontag, es que cuando esta autora se refiere a imágenes ante todo está pensando en fotografías, no en estas otras que, como la de Urondo, fueron montadas con palabras. Una de las novedades que define a la condición contemporánea de la memoria está dada por su vinculación fuerte con fotografías, en tanto que éstas aportan pruebas, evidencias irrefutables sobre la existencia de lo que ya no está entre nosotros. Pruebas y evidencias muy a tono con la sensibilidad moderna, más allá incluso de que se acepte que en la tarea del fotógrafo no hay un mero reflejo de la realidad. Quizás la suerte de Liliana Raquel Gelín habría sido otra, de existir una fotografía que la retratara en esa circunstancia que nos acerca Urondo. Sobre la poesía, sobre una poesía como ésta, cae la sospecha de que la presencia del yo poético empaña hasta hacer desvanecer la imagen del retratado. Sin dudas son justas las consideraciones de Sontag, pero sólo queremos aclarar que en la Argentina, auque las fotos se acumulen y nos impacten cotidianamente, carecemos de una tradición fotográfica tal como la que conocen EE.UU. y algunos países europeos. La entidad que tiene la fotografía en esos pocos países es muy distinta de la que goza en el nuestro y en muchos otros. Si apelamos a Urondo fue porque, en contraste, sí existe un rico legado aún hoy vivo, aunque amenazado, en lo que hace a la poesía. Si la situación contemporánea de la memoria lleva las marcas que señala Sontag, ¿qué pasa con nuestra memoria ante estos vacíos? La segunda objeción es de otra índole y la planteo suscintamente. ¿Por qué deberíamos incluir en alguna trama de memoria a Liliana Raquel Gelin? ¿Por qué a ella que no fue víctima del terrorismo de Estado, puesto que fue muerta, puesto que cayó –por siempre dudaremos del verbo que corresponde- en un combate? Más aún, ¿por qué incluirla si a esta altura es muy difícil sino directamente improbable compartir sus compromisos políticos extremos? La última objeción: las cosas no pueden ser sino de este modo porque el Cuco no fue derrotado y a su derrota estaba atada la vida de la memoria de Liliana Raquel Gelin. Presento la segunda imagen que quiero compartir con ustedes y que, ahora sí, es una fotografía. También ella volvió en el 2006 desde el núcleo irreductible de aquellos años. Integra un libro llamado En negro y blanco. Fotografías del Cordobazo al Juicio a las Juntas que fue una iniciativa de la Secretaría de Cultura de la Nación. En las cercanías de los 30 años del golpe de Estado del 24 de marzo, este libro sirvió como base para una concurrida muestra en el Palais de Glace de la ciudad de Buenos Aires. En negro y blanco…, que ante todo circuló por circuitos estatales y, dentro de ellos, también por circuitos educativos, reúne un conjunto importante de fotografías, pertenecientes muchas de ellas a los archivos gráficos de diarios nacionales. La mayoría de estas fotos no fueron exhibidas públicamente, por lo menos desde que en las cercanías a la situación captada aparecieron en un periódico. La fotografía que particularmente nos interesa ocupa una página entera del libro y está acompañada por un epígrafe evidentemente escrito para esta edición. Nada sabemos de la nota que en su momento rodeó a esta fotografía;
tampoco siquiera si alguna vez fue efectivamente publicada en el diario Crónica de cuyo archivo fue rescatada. No hay posibilidad de que haya una mirada que al detenerse en esta imagen pase por alto que quien está siendo enterrado tuvo una militancia política firme y que su muerte estuvo ligada a ella, circunstancia remarcada por la bandera argentina, atravesada por el nombre Montoneros escrito en aerosol, con la que sus compañeros decidieron cubrir el ataud. Hasta nosotros también llega ese instante que el fotógrafo decidió separar de la continuidad del tiempo para que sobreviva: un cajón embanderado y diestramente maniobrado por tres trabajadores, gigantes por el ángulo elegido, se encuentra a punto de tocar la tierra. Ahora bien, detrás de unos rectángulos negros y grises -¿lápidas?’-podemos notar la presencia de otras personas, pero se torna difícil distinguirlos, apreciarlos. Sobre todo se ven brazos levantados haciendo la “v”, de lo que podemos inferir que se trata de los mismos compañeros que decidieron enfundar el cajón con la bandera y la inscripción política. Si sostenemos un poco más la mirada -si no optamos, ante el dolor que intuimos, retirarnos con pudor-, podremos confirmar que esas otras personas son mayoritariamente jóvenes, incluso muy jóvenes. El epígrafe señala: “23 de agosto de 1974. El estudiante Eduardo Beckerman es secuestrado y su cadáver aparece en la zona sur de Gran Buenos Aires. El velatorio se hace en el Colegio Nacional Buenos Aires, y es enterrado en el cementerio judío de La Tablada”. Esta fotografía condensa la singular inversión que se produjo en la cultura y en la política argentina durante los primeros años setenta, inversión que mucho tuvo que ver con las características trágicas que ya en ese entonces había adquirido esa entera experiencia. Jóvenes pertenecientes a familias de clase media, incluso a las élites, se decidieron por un camino revolucionario y, al mismo tiempo, por enrolarse en las filas del movimiento político mayoritario y que concitaba el odio de sus mayores, el peronismo. En un cuento brutal, La fiesta del monstruo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, recreaban el encuentro mítico entre las masas y su lider, sumando una anécdota que parecía retomar la de El Matadero de Esteban Echeverría: un joven era asesinado por la turba moderna, y ese joven era estudiante y judío. Menos de 30 años después de que esa imagen paranoica fuera concebida, es captada esta otra en el cementerio judío de La Tablada. Pero sobre el cuerpo del muchacho hay una bandera argentina con una leyenda que reivindica a los continuadores de la gesta popular de los caudillos. Insoportable inversión, por empezar para las clases poderosas pero no sólo para ellas, que aún hoy sigue dejando su sombra sobre nosotros. Escribía Walter Benjamin que “cuando impera la experiencia en sentido estricto, ciertos contenidos del pasado individual coinciden en la memoria con otros del colectivo.” Y el problema es que la experiencia dejó de imperar en sentido estricto, que es lo mismo que decir que la tradición -la autoridad del pasado, fundamentalmente de los oprimidos-, hace tiempo que se encuentra en bancarrota. Por lo tanto, la imagen que estamos viendo apenas tiene la posibilidad de entrelazarse en la memoria de sus familiares, “hermanitos y padres” pero en puro sentido biológico. Porque la coincidencia entre unos contenidos y otros dejó de producirse. Susan Sontag señala que sólo existen memorias individuales, salvo que, a través operaciones políticas e ideológicas, se constituyan memorias colectivas sostenidas en imágenes icónicas. Algunas pocas y ya débiles imágenes icónicas nos sobrevolaron durante el 2006. Después hubo muchas de este otro tenor casi imposible, inaprensibles. De su supervivencia no sólo biolófgica depende en buena medida el presente y el futuro de nuestra cultura. Pero la suerte de estas imágenes está atada a la existencia, también dudosa por el momento, de un sujeto que las entienda como “profecias de una memoria social y política todavía por alcanzar.” “Una memoria así, señala Berger, acogería cualquier imagen del pasado, por trágica, por culpable que fuera, en el seno de su propia continuidad (…) Y existiría la familia humana”. Por último, la imagen liminar que nos cerca desde 2006 es la de Julio López.